Hace un par de entradas me referí al hogar y su repercusión en el clásico “Lo
que el viento se llevó”. Hoy regreso al mismo tema, de lo más universal, con
otro clásico, “Rebeca” (1940), pero esta vez con un cariz más oscuro.
Basada en la magnífica novela homónima de
Daphne de Maurier y dirigida por Alfred Hitchcock en 1940, fue su primera
película en Estados Unidos. En ella se nos presenta una muchacha casi
desarraigada de cualquier hogar, una introvertida acompañante pagada de una
mujer entrada en años y carnes que la considera casi un mero mueble más con el
que aderezar sus pertenencias. Como una maleta más, la señora Van Hopper se
lleva a Montecarlo a nuestra tímida protagonista, encarnada hábilmente por Joan
Fontaine, donde ésta conoce al enigmático señor de Winter, frío e inescrutable
como el invierno mismo. El hotel donde se hospedan, de decoración ecléctica con
las obligadas columnas toscanas, sirve de concurrido y frívolo escenario para
que se fragüe el raudo romance entre nuestros protagonistas, ante la ceguera inexplicable
de la jefa de nuestra heroína sin nombre. Todo es suntuosidad lo que destilan
los poros de Montecarlo, en la que aterriza casi accidentalmente el personaje
de Fontaine debido a los requerimientos de su curiosa ocupación, y donde
irremediablemente desentona; sin embargo, a raíz de su idilio con Maxim de
Winter y su consiguiente matrimonio, finalmente parece materializarse su
derecho predestinado de pertenecer a lujos aún mayores.
Y es que su ya marido es el dueño de una de
las mansiones más místicas de Inglaterra: Manderley, de la cual ella había oído
hablar anteriormente. Manderley es, de hecho, la otra gran protagonista de la
película, como demuestra el que Hitchcock le dedique los primeros planos. No
obstante, este grandioso edificio que tanta admiración despierta es para su
dueño “sólo el sitio donde nació y ha vivido toda su vida”, según sus propias
palabras. Algo de razón no le falta, ya que la construcción en cuestión es una
recia mansión de inspiración medieval, lo cual no contribuye a la creación de
un ambiente hogareño. Es, por el contrario, un edificio que se extiende
horizontalmente, firmemente enraizado al suelo, de piedra, y con almenas más
propias de una fortaleza o incluso cárcel que de una casa. Éste es el llamado a
ser el nuevo hogar de la protagonista de la cinta.
Ciertamente, ella no consigue hacer de tan
solemne casa la suya. Como en la ensoñación del comienzo de la película,
nuestra trémula protagonista se encuentra siempre con una gran verja entre ella
y la inhóspita Manderley, que parece eternamente ligada a su antigua dueña,
Rebeca. Con gran acierto y perspicacia se nos muestra a Joan Fontaine en
amplios planos donde su figura se torna ridícula en comparación con las
dimensiones de las estancias, siendo llamativa la escena en la habitación de
Rebeca, la más exquisita de la casa. He aquí un recurso arquitectónico
recurrente en la película: la (des)proporción. Y es que los grandes ventanales
con sus cortinones hasta el suelo, las puertas con jambas de relieves de
piedra, la escalinata doble y los altos techos fomentan la impresión de que la
recién casada jamás será apta para gestionar tan desbordante patrimonio
arquitectónico.
En contrapunto al tamaño descomunal de
Manderley, se encuentra la pequeña cabaña del acantilado, donde Rebeca daba rienda
suelta a sus devaneos. Se trata de una austera construcción de piedra también,
pero mucho más acogedora en su interior, “más hogar” que Manderley. Irónicamente
es en este lugar donde por fin florece la confianza y la entrega en el nuevo matrimonio
de Winter, cuando Maxim confiesa su odio hacia su primera mujer y vemos crecer a
nuestra heroína que al fin se considera digna esposa. Las amenazantes estancias
inmensas de Manderley no hubieran sido apropiadas para esta escena de
acercamiento tan íntima.
Una vez espantados los fantasmas y sorteado las dificultades ocasionadas por el hallazgo del verdadero cadáver de Rebeca en el fondo del mar, el consolidado matrimonio de Winter no podría, sin embargo, ser feliz en Manderley, de lo cual se encarga la señora Danvers prendiéndole fuego. Ésta sería la última fechoría inducida por la figura omnipresente de Rebeca, dueña de esta mansión victoriana que se basa en una real llamada Milton Hall. No obstante, Hitchcock y Selznick quisieron dotarle de un aspecto más tenebroso y gótico a su Manderley cinematográfico, una miniatura en realidad, a excepción de algunas partes que sí se construyeron en escala real. Independientemente de su tamaño, Hitchcock se las ingenió para perturbarnos profundamente contemplando entre el alivio y la tristeza las imágenes finales de tan suntuoso palacio consumiéndose por las llamas, adonde no podemos, algunas veces, en nuestros sueños, dejar de volver…
Una vez espantados los fantasmas y sorteado las dificultades ocasionadas por el hallazgo del verdadero cadáver de Rebeca en el fondo del mar, el consolidado matrimonio de Winter no podría, sin embargo, ser feliz en Manderley, de lo cual se encarga la señora Danvers prendiéndole fuego. Ésta sería la última fechoría inducida por la figura omnipresente de Rebeca, dueña de esta mansión victoriana que se basa en una real llamada Milton Hall. No obstante, Hitchcock y Selznick quisieron dotarle de un aspecto más tenebroso y gótico a su Manderley cinematográfico, una miniatura en realidad, a excepción de algunas partes que sí se construyeron en escala real. Independientemente de su tamaño, Hitchcock se las ingenió para perturbarnos profundamente contemplando entre el alivio y la tristeza las imágenes finales de tan suntuoso palacio consumiéndose por las llamas, adonde no podemos, algunas veces, en nuestros sueños, dejar de volver…
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